Hay asuntos permanentemente no resueltos, permanentemente en el candelero. Hay discusiones que se vuelven eternas porque no pueden acabarse, porque no se quieren afrontar desde los puntos de vista que la lógica y la reflexión más efímera impondrían sobre ellas sin ningún problema.
Disyuntivas que nos vuelven porque no han sido cerradas, bifurcaciones que se nos vuelven a abrir porque no han sido cegadas de una vez por todas. Y una de esas dicotomías formales y materiales que nos regresan con cada cambio de gobierno, con cada muda política, con cada deriva ideológica es el aborto.
Hace unas fechas el señor arzobispo Rouco Varela se lanzó a la palestra pública desde el púlpito faraónico de la Plaza de Colón para pedir que fuera su vista y su fe la que marcará la ética social sobre el aborto.
Más allá de la falla política que supone esa exigencia, hizo acopio de fuerzas y recordó a todos sus argumentos.
Ahora, amenazadas como se sienten por los anuncios del ministro de Justicia, el otrora faraónico también alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, las otras ideólogas que pretenden arrimar el ascua del aborto a su sardina contraatacan. Y lo hacen de la misma manera falaz que hiciera el arzobispo en el púlpito, lo hacen de la misma forma ilógica en lo formal y en lo material que hiciera Rouco al vincular sus exigencias a una moral que aunque respetable es sólo suya y de los que están de acuerdo con él.
Como el bueno de Gallardón anuncia veladamente la vuelta a una ley de supuestos -y no de plazos- ellas se descuelgan con una frase contundente.
"El cambio implicaría una pérdida de derechos, como el de la maternidad libremente decidida”.
En esencia parece demoledora, parece irrebatible, parece definitiva. Parece un argumento que no tiene contrapeso posible porque ese derecho es incontestable, es justo.
En esencia parece todo eso. Pero es mentira.
Porque el aborto no tiene nada que ver con la maternidad libremente elegida, aunque nadie -y yo menos que nadie- cuestione ese derecho.
Artificiosamente, como en un debate de instituto en Estados Unidos, las abortistas olvidan o pretenden hacer creer a quien les lee y les escucha que olvidan una realidad y un principio generador del Estado de Derecho.
La realidad es tan evidente que parece imposible que se nieguen a tenerla en cuenta y es, si se me perdona lo prosaico de la expresión, que existe el mundo antes del polvo y que los niños, como nos desveló el mítico anuncio de Chupetín, no vienen de París.
Las defensoras del aborto como un derecho emanado del de la libre elección de la maternidad olvidan sus lecciones de primaria sobre eso de la reproducción humana y tratan los embarazos como algo que llega a las mujeres así de repente, como quien no quiere la cosa.
Curiosamente, o se vuelven evangélicas y tratan toda concepción como si fuera obra y gracia del Espíritu Santo -en forma de maromo musculado, claro está- o se vuelven pre científicas y la tratan como si fuera ocasionada por generación espontánea, como el nacimiento de los cocodrilos del Nilo.
Curiosamente, o se vuelven evangélicas y tratan toda concepción como si fuera obra y gracia del Espíritu Santo -en forma de maromo musculado, claro está- o se vuelven pre científicas y la tratan como si fuera ocasionada por generación espontánea, como el nacimiento de los cocodrilos del Nilo.
Como olvidan o fingen no recordar que para quedarse embarazada es imprescindible el susodicho polvo, tratan el derecho a la maternidad libremente elegida como si solamente se pudiera aplicar, como si la mujer solamente pudiera ejercitarlo, una vez embarazada y por eso el aborto es una consecuencia de ese derecho, es la forma de garantizar el derecho a la maternidad libremente elegida.
Pero todos sabemos que no es así.
Hay mundo y existencia antes del polvo.
Y por tanto, aunque nadie niega ese derecho como algo inalienable de la mujer, el momento para ejercitarlo es antes, no después, del mismo -del polvo, se entiende-.
Si alguien realmente quiere controlar su maternidad y elegirla libremente se pondrá un DIU, un diafragma, se ligará las trompas o se tomará la píldora -o incluso todo ello a la vez si está muy concienciada-. Porque ese es el momento en el que te aseguras no solamente que serás madre sólo cuando desees serlo sino que tu derecho libremente ejercido no entrara en conflicto con los derechos de ningún otro ente jurídico o personal.
Si alguien realmente quiere controlar su maternidad y elegirla libremente se pondrá un DIU, un diafragma, se ligará las trompas o se tomará la píldora -o incluso todo ello a la vez si está muy concienciada-. Porque ese es el momento en el que te aseguras no solamente que serás madre sólo cuando desees serlo sino que tu derecho libremente ejercido no entrara en conflicto con los derechos de ningún otro ente jurídico o personal.
Porque el nasciturus es un ente jurídico con derechos y sus derechos se enfrentan al de la libre elección de la maternidad en cuanto es concebido pero no existen cuando aún no lo ha sido. La solución es simple. Si no concibes no hay derechos del nasciturus que proteger, no hay conflicto. No hay aborto.
Y todavía vas más lejos. Porque incluso después del polvo -sigo con lo prosaico- tienen un periodo en el que pueden ejercer ese derecho a una maternidad libremente elegida sin entrar en conflicto con los derechos de terceros. Si utilizan cualquiera de los métodos contraconceptivos postcoitales pueden controlar su maternidad antes de que la concepción le genere derechos al nasciturus.
Pero en su defensa de la libertad de elección de la maternidad, las defensoras del aborto olvidan el mundo antes del coito, antes del polvo. No mencionan nunca los anticonceptivos, no mencionan nunca las casi infinitas posibilidades de evitar la concepción, entre las que está, no lo olvidemos, eludir el polvo en cuestión, que es menos placentero pero no imposible, reconozcámoslo.
Así que lo que en realidad se está pidiendo con el aborto libre en el plazo no es que se garantice el derecho a la libre elección de la maternidad, es que se dinamite un principio básico del Estado de Derecho que consiste en que todo derecho lleva aparejada de forma ineludible una responsabilidad.
Lo que se pretende sacralizar es el derecho de la mujer a no hacerse responsable de la libre elección de su maternidad hasta que no le resulta absolutamente necesario pese a que entre en conflicto directo con los derechos de terceros.
Lo que se pretende sacralizar es el derecho de la mujer a no hacerse responsable de la libre elección de su maternidad hasta que no le resulta absolutamente necesario pese a que entre en conflicto directo con los derechos de terceros.
Porque si todo embarazo viene de un polvo, la principal forma de controlar el embarazo es controlar el polvo.
O lo haces seguro o no lo haces.
Y no importa lo bueno que esté el tío y no importan las copas que hayan calentado tu vientre y tu gaznate y no importa cuánto tiempo lleves en el dique seco. Es tu responsabilidad asegurarte de que no vas a ser madre si no quieres serlo. Es tu derecho elegir cuando vas a serlo pero es tu deber impedir que lo seas si no quieres serlo.
Y no se puede exigir al Estado que te cubra si no has cumplido con tu deber. Se le puede pedir. Pero no es un derecho ¿por qué debería el Estado anteponer los derechos de un ciudadano irresponsable a los de un ente jurídico que no ha cometido omisión alguna de su responsabilidad?
Pero claro, hoy por hoy, no nos gusta que nos recuerden nuestros deberes, nuestras obligaciones, nuestras responsabilidades. En nada. Y mucho menos cuando hay polvos de por medio.
Si has hecho negación por dos veces de tus derechos -en este caso el de controlar tu maternidad- no tienes capacidad ética para exigir al Estado que te saque del atolladero cuando tu derecho ya entra en conflicto con el de otro que no ha hecho nada ni ha eludido responsabilidad ninguna para encontrarse en esa situación.
Estamos intentando anteponer el derecho a la irresponsabilidad -que nadie ha definido nunca como inalienable del ser humano- al derecho a la vida -que todo el mundo con dos dedos de frente ha descrito como connatural al género humano-.
Y ningún argumento en contra de esa afirmación, en este país, en esta situación y en esta realidad, es otra cosa que una excusa o una excepción.
No podemos hablar de falta de acceso porque en todos los supermercados y en todas las farmacias venden condones, porque en la sanidad pública se prescriben anticonceptivos.
No podemos hablar de imposibilidad económica porque un aborto cuesta 3.400 machacantes y un condón 2,4 euros.
Y lo demás, los fallos, las violaciones, las malformaciones del feto, etc. son excepciones que deben ser tenidas en cuenta pero que no forman parte de la norma.
Porque tirar de definiciones de humanidad más allá de tal o cual semana bordea el fascismo más absoluto si se tiene en cuenta que hay una pregunta ante la cual solamente cabe una respuesta posible: ¿qué nace de cualquier embarazo humano si este se lleva a término?
No daré la respuesta porque es tan obvia que decir otra cosa sería ridículo. Algo no cambia de naturaleza en nueve meses.
Todos lo sabemos, aunque nos agarremos a un clavo ardiendo para justificar lo que queremos hacer.
La mujer que se preocupa realmente por ejercer libremente su maternidad simplemente no se queda embarazada por profilaxis o por abstención. Y defender cualquier otra cosa lo único que oculta es la exigencia de que el Estado nos facilite una forma de solucionar nuestras elusiones para no tener que hacernos responsables de sus consecuencias. Y eso no es un derecho inalienable.
Así que las defensoras fallan exactamente en lo mismo que los detractores.
El aborto no depende de la moral ni depende de la defensa de un derecho. Ni dios ni la mujer tienen, ni han de tener, poder sobre la vida humana. Ya sea sobre su final o sobre su principio.
A ver si ahora va a resultar que las causalidades biológicas nos dan poder sobre la vida de los demás. Porque se me ocurren algunos ejemplos que no creo que les gustaran demasiado.
El aborto sólo puede definirse, al igual que la pena de muerte, que la eutanasia, que el suicidio, a través de un contrato social en el que un grupo de individuos definan los parámetros de lo que consideran aceptable y rechazable dentro de su ética común.
Y para establecer un contrato social hay que preguntar a la sociedad. No hemos olvidado cómo se hace eso, ¿verdad?
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