No es que esperara yo que el nuevo año empezara de una manera diferente a la que acabó el ya pretérito 2011.
No están las cosas para que se nos cambien de repente, ni estamos nosotros para cambiar nada por la bravas, de un plumazo, de un golpe en la mesa o en la calle.
Pero no redunda en beneficio de mis expectativas sociales para el año que acaba de empezar descubrir que hay ciertas derivas que se nos repiten en este comienzo de año, que se nos vuelven, como sacadas de un libro de historia de esos que ya no gastamos en la primaria y apenas hojeamos en la secundaria.
Hungría se nos vuelve autoritaria, se nos torna despótica, se nos recuerda nazi.
Y, aunque podamos echarle la culpa al gobierno magiar, que ha decidido, impulsado y votado una reforma de su Constitución para dejarla sin contenido, sin fuerza y sin posibilidad de controlar a nadie; aunque podamos cargar la responsabilidad de ese giro sobre los hombros y los hombres de los partidos de ultraderecha, que tremolan sin pudor la esvástica en las plazas y los bares de los pueblos en los que gobiernan, después de haberse hecho con ellos en unas elecciones municipales que les auparon al segundo puesto en el ranking de fuerzas políticas de la nación húngara, no podemos eludir el hecho de que la culpa, como en casi todo últimamente, es toda nuestra.
Los imperios en decadencia suelen ser lo principales artífices de su propia destrucción.
Los es porque Merkel, la canciller matriarcal de impulso aparentemente infinito, a la que siguen, cual corte procelosa y devota, todos los magnates políticos del viejo continente, ha olvidado en su lista de deberes, en su colección de aprendizajes dar unas pequeñas clases de lo que sólo podía definirse como el noble arte de quedarse a las duras.
Hungría se nos va, se nos hace otra cosa, porque la hemos dejado sola. Así de sencillo, así de irresponsable. Así de habitualmente nuestro.
Alemania, y Merkel con ella, llamó a filas a Hungría, Rumanía, Bulgaria y todos los estados que regaban la Europa del este con las sangres y las aguas del extinto Pacto de Varsovia en lo militar y en lo político.
Los llamó porque los necesitaba, porque su manufacturas, sus rígidas y fiables creaciones de acero alemán, se pudrían en sus almacenes, se convertían en una carga tan pesada que no podían centrarse en la supervivencia que les exigía el reflotamiento de la antigua Alemania del Este, la asimilación de la depauperada economía que el muro de Berlín les había descubierto en su caída en tres quintas partes de Alemania.
Y los magiares y todos los demás respondieron. Respondieron como hicieron hace siglos los reinos de Bohemia, Eslavia y Hungría cuando el emperador de Alemania les convocó a la Santa Alianza; como hace un par de siglos respondieron los Reinos de Bulgaria, Rumanía, Bohemia y Hungría a otro canciller , Metternich, cuando les pidió, les exigió y les suplicó acudir en ayuda de Austria y Alemania para mantener unido el imperio; como cuando otro canciller -en Alemania los cancilleres les crecen por doquier- en este caso de hierro, Otto Von Bismark, les convocó a la guerra, a una guerra europea, a una guerra mundial, y acudieron sin pestañear, respondiendo a sus seculares alianzas a sus inquebrantables lealtades.
Como acudieron cuando la gran Alemania les pidió la anexión, les impuso las formas y los fondos de un nuevo estado que iba a ser el resultado definitivo de la superioridad teutona, allá en los años cuarenta del nazismo en Europa.
Cuando Alemania llama los reinos del este siempre tienen la tendencia a acudir.
Y esta vez se les llamó a una Unión Europea y ellos acudieron. Hicieron los deberes que se les exigieron mucho mejor que los socios fundadores. Aceptaron esfuerzos que nosotros aún estamos discutiendo, asumieron ajustes que nosotros nunca nos propusimos a nosotros mismos para forjar Europa.
Así que entraron y Alemania pudo por fin vaciar sus almacenes, llenar sus cadenas de montaje, colocar sus productos. Pudo poner en marcha un mercado que la beneficiaba, que la daba el dinero suficiente para poner en marcha la parte de su tierra que cincuenta años de comunismo desolado y desolador habían conducido a la más paupérrima de las situaciones.
Y todo funcionó y todos éramos europeos y todos éramos demócratas y todos éramos lo que suponía que era políticamente correcto ser.
Pero eso eran las vacas gordas. Eso eran las maduras.
Todos teníamos lo que queríamos. Ellos eran europeos de pleno derecho, Alemania tenía sus mercados abiertos y ansiosos de sus productos. Y nosotros teníamos hombres fuertes en las obras a la intemperie y las puertas de las discotecas y mujeres diligentes limpiando nuestras casas, cuidando nuestros hijos y llenando nuestros prostíbulos.
El epítome de una sociedad perfecta.
Pero ahora, cuando nuestros incontrolados mercados, nuestros patéticamente egoístas inversores, nos imponen una nueva dictadura, nos arrojan a nuestras necesidades; cuando Alemania ya no les puede mirar como mercados ni les puede utilizar como socios es cuando realmente demostramos lo que Hungría y los demás han sido y serán siempre para nosotros.
Es cuando nos negamos a practicar el arte, doloroso pero digno, esforzado pero necesario, de quedarnos cuanto pintan bastos, cuando llegan las duras.
Les quitamos ayudas integrales, les cerramos el grifo del dinero para las reformas estructurales, miramos a otro lado mientras la inflación generada por nuestro euro les devora las entrañas económicas, los miramos de soslayo y les ponemos trabas para moverse en nuestras depauperadas sociedades, haciendo los trabajos que hasta hace dos días ninguno de nosotros queríamos hacer.
Y Alemania hace lo mismo que ha hecho con ellos siempre.
Cuando La Santa Alianza hubo de elegir entre los protestantes y los turcos dejó a Bohemia y Hungría, que habían cumplido con creces en sangre y crueldad la exigencia de limpiar sus tierras de protestantes, calvinistas y toda suerte de herejes del cristianismo, bajo asedio del sultán otomano y se dedicó a sus luchas en Baviera y Westfalia contra los resistentes y siempre desafiantes hijos de Lutero y de Calvino.
Cuando, tras Napoleón, tras la batalla de los tres emperadores, tras el exilio en Elba y Santa Elena, los magiares y búlgaros se volvieron a Metternich para reclamar que, igual que ellos habían aportado sus caballerías y sus húsares en la guerra que amenazaba a Alemania por el oeste, ahora Alemania y Austria aportaran sus infanterías para contener a los rusos que los asediaban desde el este, el canciller prefirió dedicarse a porfiar con los ingleses y franceses y dejar la parte húngara del imperio austrohúngaro a su suerte. Algo había que sacrificar. Mejor Hungría que Alemania.
Cuando Bismark fue derrotado, Alemania no tuvo pudor alguno en sacrificarlos de nuevo, en ofrecérselos a Rusia para salvar las tierras alemanas, para minimizar sus pérdidas, no tuvo el más mínimo problema en escindirlos de su ya imposible imperio para evitar trabas, para poder lamer tranquilamente sus heridas hasta el próximo conflicto, hasta la siguiente conflagración de escala universal.
Por eso, ahora que Merkel y los suyos comienzan a hablar en bajo -y no tan bajo- de dos velocidades, de que a Europa, a la Europa que quieren y que necesitan, ya le sobran países; ahora que hablan de núcleos fuertes de supervivencia y de dejar atrás a aquellos a los que llamaron a filas cuando les interesaba, cuando parecía que todo iba a ser siempre una continua recolección de frutas jugosas y maduras que llevarnos a la boca, es lógico que Hungría se nos vuelva otra cosa. Al fin y al cabo los nazis nunca les abandonaron.
Puede que fuera simplemente porque no tuvieron tiempo, pero nunca las abandonaron. La última división del ejército nazi, formada por combatientes de las tristemente míticas SS, se rindió en Budapest, once días después de que cayera Berlín.
Pero el ramalazo autoritario y nazi fascista -hacía años que utilizaba este adjetivo- que ahora sufre Hungría y que nos despierta viejos fantasmas, la recaída en el recurso fatuo a la autarquía y la grandeza perdida que la incapacidad de Merkel para quedarse a las duras ha generado en las tierras magiares, no es algo que se le pueda achacar a ella. No es algo que se deba a la idiosincrasia alemana ni a la perversidad de pensamiento de la canciller.
Merkel no es distinta de nosotros. Es nuestro reflejo.
Puede que los trajes de chaqueta le queden bastante peor que a muchas de las que los lucen con estupenda elegancia en este Occidente Atlántico nuestro, puede que sus poderosos brazos resulten más llamativos que los que muchos de nosotros lucen en sus gimnasios de musculación, pero Ángela Merkel es exactamente igual que lo que somos nosotros. Los políticos tienen ese vicio.
Merkel y Alemania han hecho con Hungría lo mismo que nosotros hacemos todos los días en nuestras vidas cotidianas.
No sabemos quedarnos a las duras.
Creemos que tenemos ganado el derecho de retirarnos a tiempo, de minimizar pérdidas, de romper los acuerdos, de quemar puentes, de practicar estrategias de tierra quemada, de eludir las promesas cuando se tornan difíciles de cumplir. Creemos y actuamos como si nuestro egoísmo y nuestro miedo nos concedieran la potestad de abandonar a cualquiera cuando aquello que compartimos ya no nos resulta cómodo y nos exige trabajar para mantenerlo.
No tenemos la conciencia ni el impulso para aceptar lo necesario que es para la vida y para todo lo demás quedarse a las duras.
Por eso hay cientos de invitados en los bautizos y media docena de personas en los velatorios, por eso hay docenas de mesas en los banquetes de boda y sólo un par de amigos en las borracheras de divorcio, por eso hay decenas de parentela en las cenas navideñas y dos personas cansadas y repetidas en las salas de espera de los hospitales.
No sabemos estar a las duras y no queremos hacerlo. No consideramos para nosotros pasar por los tragos de otros aunque les hayamos prometido hacerlo, aunque esos tragos tengan mucho que ver con nosotros incluso aunque seamos los causantes últimos de esos amargos tragos que otros beben.
Por eso este Occidente Atlántico, que agoniza con sus propias manos aferradas a su garganta restándole el aire que necesita para respirar, colecciona más amantes que amigos, mas parientes que familiares, más rollos que parejas, más colegas que compañeros, más polvos que amores.
Porque las duras no existen para nosotros. Porque siempre que llegan encontramos la forma de recolectar las frutas maduras que hemos conseguido y denunciar el tratado, y esquivar el compromiso y cambiar las lealtades para poder seguir huyendo hacia a delante. Porque cada vez que los guardias de Herodes llaman a nuestra puerta en lugar de coger nuestro débil cayado y nuestra herrumbrosa espada cobre y enfrentarnos a ellos y a sus brillantes y afiladas armas, cogemos al niño, salimos por la puerta de atrás y huimos hasta Egipto.
Por eso hay más sindicalistas que huelguistas, más quejas en susurros que protestas a gritos, más simpatizantes que militantes, más negociaciones privadas que convenios colectivos, más limosneros que activistas, más solidarios que justicieros, más acólitos que profetas, más creyentes que misioneros, más reservistas que combatientes.
Por eso entendemos a Merkel e ignoramos a Hungría.
Por eso no sabemos lucir el noble arte de quedarse a las duras. Por eso estamos haciendo germinar las semillas de nuestra propia destrucción como seres y estares y como sociedades.
Por eso en este año que empieza Hungría se nos marcha. Porque hay cosas que no cambian y otras sólo empeoran.
Y, de momento, lo segundo estamos siendo nosotros.
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