No soy yo el que va a negar a los ciudadanos el derecho a estar en desacuerdo. Llevo demasiado tiempo estándolo con muchas cosas como para negar a otros lo que yo practico.
Pero ni el dolor, ni la venganza, ni los deseos justificados de cualquier otra cosa son o pueden ser cómplices de lo que hacemos y los que estamos haciendo con el ya agónico e incomprensible caso, juicio y sentencia por el asesinato de Marta del Castillo.
Que la familia iba a recurrir era un secreto a voces, que Carcaño, el asesino sentenciado lo iba a hacer también ni siquiera era un secreto. La justicia rara vez deja contentos a los que se consideran víctimas y nunca a los que se saben culpables.
Todo eso entra dentro de los límites razonables del ejercicio de un derecho que nos damos a nosotros mismos como sociedad, que es la justicia, y de un deber que imponemos a otros que es ejercerla.
Pero lo que se proyecta hoy en Sevilla, aquello que los que se creen jueces y jurados en todos los juicios por el mero hecho de verlos en la televisión, de seguirlos en la prensa, están proyectando hacer no es que exceda a los límites de la justicia, es que se enfrenta directamente a ella.
Los nuevos miembros del tribunal supremo popular que desea una condena múltiple en el juicio de Marta del Castillo se lanzan a la calle, tremolan sus pancartas y afinan sus gargantas o sus silencios y se manifiestan
¿Para qué?, ¿para pedir que se investigue el caso? No, eso ya se ha hecho. ¿Para qué se condene a los culpables? No, eso también se ha hecho ¿para pedir que Carcaño cumpla su condena?. No eso también se está haciendo.
Entonces ¿para qué se lanzan a las avenidas hispalenses esas personas? la respuesta es tan sencilla como indignante. Tan directa como abrumadora. Tan absurda como aterradora.
Se lanzan a la calle para convertir Sevilla en la polvorienta Galilea del año treinta tres, en la empedrada Berlín de 1931.
Se lanzan a las calles y los patios sevillanos para atacar frontalmente y sin ambages el Estado de Derecho.
Porque una manifestación que se opone a una sentencia judicial en la que no hay irregularidad, en la que no hay prevaricación, en la que no hay nada salvo el ejercicio del deber que le hemos impuesto a fiscales, jueces y magistrados, no es otra cosa que un ataque directo y violento contra el Estado de Derechos, contra la División de Poderes. Contra todo aquello que nos permite sobrevivir a nuestra propia decadencia, a nuestra propio egoísmo. A nosotros mismos.
Los enfervorecidos sevillanos que secunden esa manifestación no harán otra cosa que decir que quieren justicia. Pero todos y cada uno de ellos mentirán. Solo quieren su justicia. Y cuando la justicia se convierte en algo personal e intransferible solamente tiene un nombre: venganza.
Una manifestación sirve para protestar, para mostrar desacuerdo. Uno se opone a las decisiones políticas, a las imposiciones sociales. Sabemos lo que queremos y sabemos lo que nos dan y por eso nos manifestamos para decir que lo que nos dan no es lo que queremos. Es un camino sencillo.
Por eso podemos manifestarnos contra el Gobierno: queremos uno, nos dan otro. Por eso podemos manifestarnos contra leyes o normas: queremos unas -o ningunas, en algunos casos- y nos dan otras. Por eso podemos manifestarnos contra determinados fenómenos o rasgos sociales –léase, por ejemplo, terrorismo, algo que se estiló mucho a principios de este siglo en nuestro país-; nos dan uno y nosotros no queremos ninguno.
Por eso no podemos manifestarnos contra una sentencia judicial que se ajusta a derecho. Podemos recurrir si la encontramos fallos, podemos demandar por prevaricación si la encontramos culposa o dolosa. Pero no podemos manifestarnos contra ella.
Porque no tenemos derecho a pedir nuestra justicia por encima de la justicia de todos. Porque se supone que no queremos una sentencia en concreto, que queremos la sentencia más justa.
Ni uno solo de los que se manifestarán pidiendo no se sabe el qué, pero desde luego en contra de la lógica, han leído ni un solo folio del sumario, ninguno sabe las leyes que se pueden o no se pueden aplicar, los agravantes o los atenuantes.
Ninguno ha visto ni una de las pruebas, ha leído ni uno solo de los informes policiales, de las declaraciones, de las confesiones, de los informes periciales. Ninguno de ellos tiene ni la más remota idea de lo que ocurrió aquella noche que fue aciaga para Marta del Castillo y que está comenzando a ser aciaga para todos los demás.
Así que ninguno de ellos tiene derecho a oponerse a esa sentencia, a presionar sin pausa para que sea otra. Ninguno de ellos tiene el más mínimo derecho a arrojarnos a la barbarie, a convertirnos en una sociedad en la que las mujeres esperan disfrazadas de hombre la siguiente lapidación, a transformarnos en un país en el que jóvenes vestidos con camisas pardas pasean con antorchas en la noche buscando algo que quemar.
Como no tienen elementos de juicio, no tienen derecho a juzgar y mucho menos a sentenciar ¿Qué parte de esa realidad no entienden?
Y los medios de información -que en estas cosas tienden a serlo de desinformación- les jalearán otorgándoles primeras planas, conexiones en directo en los espacios matutinos y toda suerte de relevancias falsarias e impostadas.
Lo harán porque se saben culpables de esta situación. Lo harán porque se empeñaron en aras de la audiencia, la morbosidad y la publicidad en darles unos culpables que no estaban seguros de que lo eran, porque llenaron sus portadas y sus sumarios de rostros equivocados, de referencias engrandecidas. Lo harán porque saben que no han hecho bien su trabajo y ahora están atados de pies y manos.
Ni un solo columnista, ni un solo colaborador dirá lo que tiene que decir. Ni uno solo abrirá la boca para denunciar este despreciable intento de imponer la venganza por encima de la justicia. Todos comprenderán el dolor de la familia, la indignación social ante la sentencia. Todos serán cómplices de este falaz y fútil intento de Golpe de Estado.
Porque cuando se ataca las bases de un sistema democrático, es un golpe de Estado; porque cuando se intenta imponer un interpretación personal de la justicia, sin derecho a hacerlo y sin argumentos para sostenerlo, solamente porque así se desea, es un Golpe de Estado.
La familia de Marta del Castillo, puede que enloquecida por el dolor, puede que cegada por los deseos de venganza contra aquellos a los que han comprado como culpables, pretende anular el juicio.
No recurrir, la sentencia. Anular el juicio y repetirlo con un jurado.
Y eso nada tiene que ver con el dolor, nada tiene que ver con la justicia. Eso es un hecho frío y calculado que solo busca poner a mi enemigo en manos de mis amigos. Manipular la justicia para lograr el fallo que quiero lograr.
Porque a la sociedad sevillana la tengo en el bolsillo, porque sé que pocos habrá que después de lo ocurrido no quieran ver en la cárcel a cualquiera que mi llanto y mi tristeza les señale. La familia de Marta del Castillo ha demostrado que no quiere justicia, quiere expiación. Que no quiere un proceso, quiere una caza de brujas. Que no quiere una sentencia, quiere un Auto de Fe.
Y para demostrarlo recurre a una supuesta oscura conspiración -¡cómo no, siempre hay una conspiración cuando la realidad nos demuestra que nuestros deseos no son órdenes para la vida!- para salvar a una de las encausadas, a una de las inocentes porque es hija de no se sabe qué cargo de no se sabe qué diputación provincial.
Muy conveniente. Sin prueba ninguna, como la culpabilidad de los declarados inocentes, sin papeles, sin documentos, como la culpabilidad exigida de los que han sido declarados inocentes, solamente una circunstancia casual, como todos los indicios que llevaron a las acusaciones de los ahora declarados inocentes.
Sólo el conocimiento interno, la sospecha infundada de una conspiración, como la de los zelotes en Galilea, como la de los hugonotes en la Francia de La Noche de San Bartolomé, como la de los Sabios de Sión en el Berlín de entreguerras.
Y los manifestantes no recorrerán las calles exigiendo justicia, atravesarán las vías sevillanas reclamando su derecho a echar a los perros y a los verdugos a quien les venga en gana, a quien los medios les dicten, exigiendo su derecho a linchar sin juicio y sin testigos a cualquiera que interpreten acodados en las barras de los bares o en los brazos de los sofás como culpables de algo. Reclamarán su inexistente derecho a ser una turba y a que los verdugos les hagan el trabajo sucio.
Eso y nada más que eso es la manifestación que se opone a la sentencia en el juicio de Marta del Castillo. Y todo lo demás es palabrería banal y sin sentido.
Si hay una conspiración que lo demuestre, si hay una prevaricación que la denuncien, si hay nuevas pruebas que permitan la condena de los absueltos que las presenten. Si no que se callen y dejen de intentar anteponer su venganza a nuestra justicia.
Pocas veces me he sentido avergonzado de esta sociedad porque pocas veces me he sentido orgulloso de algo a lo que pertenezco por pura casualidad espaciotemporal, pero la manifestación hispalense de hoy me coloca en el límite interno de la vergüenza.
Como me avergüenzan el Juicio de Galilea, El Tribunal de la Santa Inquisición, La ley Lynch y el incendio del Reichstag.
Porque cuando se pretende que la justicia se mueva de esa forma, actúe de esa manera, respondiendo a los gustos y deseos de una masa enfervorecida que no tiene ni idea de cómo poner en práctica esa justicia, solamente se le puede llamar de una manera: fascismo.
Y, lamentablemente, ni el dolor, ni la venganza son excusas para eso. Y hoy no somos nosotros. Hoy son ellos. Yo nunca me incluyo en las listas del fascismo.
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