Estaba yo por contestar a los psicólogos esos que han descubierto la cuadratura del círculo de que hombre y mujeres son diferentes y han vuelto a caer en la misma falacia mil veces repetidas y mil veces olvidadas de hablar de sensibilidad en lugar de sensibilidades, cuando me encontré de repente con algo más esencial, más relevante, más repetido y más nuestro.
Me encontré con la miopía de Alberto Ruiz Gallardón.
Dados los ingentes y evolutivos modelos de antiparras que se gasta el bueno de Don Alberto, no albergaba yo dudas sobre los problemas de visión del susodicho. Pero dada su trayectoria política -o de fingimiento político, que nunca se sabe- me le hacía yo menos miope a ciertas cosas.
Pero parece ser que el Ministerio -al ansiado ministerio, el soñado ministerio que le catapulte a otras instancias superiores- le ha dejado un poco empañadas las gafas. O eso o le ha creado una tortícolis que le impide girar la cabeza hacia el norte.
El pasado fin de semana una multitud invadió Bilbao, recorrió sus calles en paz y sin quemar contendores, sin tirar cocteles molotov a los cajeros ni incendiar los autobuses. Eran muchos, muchos más de lo que la imaginación del PP y sus dirigentes había previsto que salieran a la calle cuando Euskadi se encontrar tranquila y sin violencia.
Pero el bueno de Alberto, ministro de Justicia a la sazón, no los vio o nos pudo ver. Porque no será me imagino que no los quiso ver porque tenía la mirada fija en otra parte.
Supongo que no los vio porque su último modelo de espejuelos está preparado con una compleja bifocalidad que le aleja todo aquello que no quiere ver y le acerca todo lo que está deseando contemplar.
Supongo que no los quiso ver porque los que se manifestaban no eran todos esos seguidores del Partido Popular que iban a repoblar Euskadi -como el olvidado conde Fernán González hiciera con las viejas castillas- en cuanto ETA desapareciera del mapa, en cuanto, según él y los de su partido, el miedo no les obligara a esconderse.
Pero claro los que transitaban por el casco viejo no eran del PP. Eran Abertzales.
Y supongo que eso tiene mucho que ver con que pillaran distraído a Don Alberto, que esperaba, como todo el Partido Popular, que sin ETA ya no hubiera abertzales, aunque la realidad llevaba décadas anunciándoles e imponiéndoles el resultado contrario a esa ecuación que ligaba el terrorismo al independentismo en todas las cuentas, electorales o no, que hacía el PP.
¿Y porque tenía Don Alberto mirar a esa pléyade de abertzales -de izquierda, se supone- que caminaban pancarta en mano cortando con permiso municipal el tráfico rodado?
Pues muy sencillo. Porque lo que reclamaban le atañía a él directamente. A él y a su flamante nuevo Ministerio de Justicia.
Los independentistas vascos pedían que se aplicara la política de acercamiento de presos. Es decir que se aplicaran cambios a la política penitenciaria de este país. Vamos, que el Ministerio de Justicia hiciera algo.
Hace unos meses -e imagino que aún- sería la excusa perfecta para lanzar una andanada contra los violentos. Pero ya no hay violentos. Sería un momento inigualable para hablar de negociaciones ocultas y de rendiciones al terrorismo. Pero ya no hay terrorismo; sería la ocasión pintiparada para equiparar abertzale con fascismo, independentismo con miedo. Pero ya no hay ni fascismo ni miedo.
Muchos dirán que cómo se atreven los seguidores de los que han estado matando estos treinta años -porque recordemos que todo abertzale es, según algunos, seguidor de ETA por definición, aunque el Tribunal Constitucional se desgañite en gritar, sentencia tras sentencia, lo contrario- a reclamar privilegios, prebendas, tratamiento de favor.
Es lógico que lo piensen y lo defiendan. La víscera suele ser uno de los prismas que más te aleja de la realidad y el desconocimiento suele ser el primer factor necesario para meter la pata hasta el corvejón.
Porque los abertzales que recorrieron Bilbao no están pidiendo privilegios, no están reclamando un trato de favor. Están reclamando que se cumpla la ley. Sí, eso que se supone que cumple religiosamente un Estado de Derecho. La Ley. Concretamente, la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, más conocida como Ley General Penitenciaria.
Porque es esa ley y no concesión o negociación secreta alguna y no deseo de privilegios ni intento de imposición fascista alguno la que hace que sea obligatorio el acercamiento de presos.
Es esa ley, promulgada, por cierto, cuando ya existía ETA y estaba en uno de sus momentos de máxima actividad asesina, la que especifica que es responsabilidad del Estado que los presos cumplan sus condenas en los penales más cercanos a su lugar de origen o de arraigo familiar para facilitar así las visitas y mejorar sus posibilidades de reinserción.
Porque nuestro sistema penitenciario está destinado a la reinserción ¿no hemos olvidado eso, verdad?
Así que los abertzales piden simplemente que se cumpla la ley, ni siquiera piden que se cambie, ni siquiera piden que se derogue una ley que consideran injusta -que ya le llegará el turno a la Ley de Partidos-. Simplemente piden que se cumpla la ley.
Cosa que hasta ahora este Estado siempre defensor del estado de derecho, siempre constitucionalista y fiel garante de las leyes emanadas de la voluntad del pueblo a través del Parlamento -así, de corrido y sin señas- no ha hecho en ese asunto en concreto.
Y Gallardón lo sabe, como lo han sabido todos los ministros de Justicia anteriores a él. Y como parece que le escuece reconocer que él está sometido a la ley aunque los delincuentes y los criminales no la hayan respetado, hace lo que todos sus antecesores: busca excusas.
Me imagino al inefable ministro de apellido compuesto con guión inventado repasando las respuestas posibles.
Podía tirar de aquello de que es una excepción estratégica para derrotar a la banda. Pero claro la banda ya está derrotada.
Podría decir que es una forma de lograr, a través del aislamiento del entorno, que los presos se liberen del control de ETA. Sería igualmente ilegal, pero con ese fin la población en general a la que le importa vivir en un país en el que las leyes se respetan por parte del Gobierno para todos -que somos pocos, lo sé- podría hacer de tripas corazón y pasarlo por alto.
Pero Don Alberto se limpia sus modernos quevedos y se da cuenta de que tampoco es posible usar eso. Los presos ya están desligados de la banda en su mayoría. Primero porque lo han dicho por activa y por pasiva y segundo, pero no menos importante, desde luego, porque apenas queda banda e la que seguir ligado.
Así que, y aquí llega el motivo de la torticolis del ministro Don Alberto, como no quiere mirar a Bilbao y se queda sin lugares a los que dirigir su miope escrutinio, recurre a lo que recurriría cualquier conservador de pro como es él, cualquier hombre de orden y de bien. Mira al cielo y recurre a dios.
Y así, sin anestesia de nada, sin proclamar auto de fe ninguno que anule la vigencia de la malhadada Ley Orgánica 1/79 de 26 de Septiembre; sin reclamar siquiera un edicto papal que considere Heretica ad Tempore la pérfida Ley General Penitenciaria, anuncia a todos los creyentes que "no habrá cambios en la situación -o sea que no se acercará a los presos a sus lugares de arraigo familiar o residencia habitual. Vamos, que no se cumplirá la ley- mientras no haya arrepentimiento y perdón a las víctimas"
Supongo, hago el inciso, que lo de "perdón a las víctimas" significa que se les pida perdón. Que se exigiera que fueran los verdugos los que perdonaran a las víctimas me escandalizaría hasta a mí.
Así, como quien no quiere la cosa, sin hacer mucho ruido, como es costumbre en el siempre discreto Don Alberto, convierte la democracia española en un estado teocrático de primer orden. No sé si ahora corresponde abrir a la Conferencia Episcopal consulado permanente en Teherán, en Tel - Aviv o en La Santa Sede, epítomes todos ellos de estados teocráticos de la cabeza a los pies.
Porque el arrepentimiento y el perdón nada tienen que ver con el sistema legal español y no van a tener que ver con él en mucho tiempo. A menos que la invasión frustrada por Trillo en Perejil adquiera nuevos tintes y triunfe por fin.
Puede que Dios Padre Todopoderoso exija esas condiciones para acceder a su perdón y que sin ellas la contemplación de los eternos parabienes del paraíso esté negada a todos los que creen que su vida va a continuar más allá de la muerte por esos lares. Pero un Ministro de Justicia del Gobierno español no puede atrincherarse en un principio religioso para negarse al cumplimiento de la ley.
¿Acaso nos quiere convencer que todos los reos a los que ahora se les aplica la Ley General Penitenciaria y se les encarcela en la cercanías de sus residencias han hecho acto de contrición cristiana, se han arrepentido y han pedido perdón a todos aquellos que han sido víctimas de sus delitos y sus crímenes?
De tanto mirar al cielo en las misas de altares mastodónticos de Rouco al ministro se le empañan las gafas, se le queda el cuello rígido y le resulta imposible apartar la vista del Altísimo.
A la ley le importan y le tienen que importar un carajo conceptos como la solicitud de perdón a las víctimas y el arrepentimiento.
Tú cumples tu condena estés arrepentido o no, tú eres puesto en libertad tras cumplirla estés arrepentido o no, hayas pedido perdón o no e incluso -en muchos países- eres ejecutado te hayas arrepentido o no y hayas pedido perdón o no.
Así que ampararse en un concepto sacramental de confesionario para justificar la no aplicación de una ley es tan absurdo como decir que a alguien no se le van quitar los antecedentes penales aunque hayan prescrito hasta que no comulgue o como defender que te puedes negar a darle el tercer grado a un caco que ha robado un jamón -doce veces, de acuerdo- y que ha cumplido dos tercios de su condena hasta que no se hinque de rodillas ante la pila y acepte el bautismo en Cristo.
Un gobierno y un ministro están obligados a cumplir la ley. Esa es la única realidad. Eso es lo que les diferencia de todos aquellos que están en prisión por no respetarla y por no cumplirla.
Basarse en estrategias políticas de lucha contra el terrorismo para eludirla, deformarla o manipularla ya es bastante malo, pero puede -y sólo digo puede- llegar a ser comprensible.
Pero ampararse en un concepto religioso y privado para incumplirla coloca al gobernante en el mismo rango que aquellos que la han incumplido por cualquier motivo personal o ideológico que se les venga a la cabeza.
Si no es excusa para ellos, no puede ser excusa para Don Alberto. Aunque se arrepienta a tiempo y pida perdón por haberlo hecho.
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