Después de tres años de hacerlo por nuestra cuenta, de hacer todo lo socialmente posible e imposible para que nuestras vísceras hicieran el trabajo que se supone que tienen que realizar los magistrados, Marta del Castillo ya tiene asesino, no tiene cuerpo, pero tiene asesino.
Y no lo tiene por lo que hiciera o dejara de hacer Miguel Carcaño, no lo tiene porque él lo dijera en una confesión más o menos dudosa, mil veces cambiada o mil veces repetida, no lo tiene porque nosotros lo supiéramos desde siempre o porque lo llevemos leyendo en las secciones de Sociedad -en los periódicos ya no hay sucesos, queda muy decimonónico- o lo hayamos escuchado de los labios de analistas fatuos en las secciones en rojo y negro de los programas de mañana. Tampoco es porque lo gritara su madre desconsolada, porque lo creyéramos nosotros tras un lema y una pancarta por las calles de cualquier ciudad española o porque lo dijeran adivinos, lo vieran médiums o lo corroboraran videntes.
No lo tiene por nada de todas esas cosas.
Marta del Castillo tiene asesino porque un juez ha dicho que lo tiene. Sólo eso, ¿veís qué simple? Cansado, enervante, lento, en ocasiones incomprensible, pero simple.
Hasta ayer ni Marta del Castillo estaba muerta, porque no había cadáver, ni había sido asesinada porque no había asesino.
Pero hoy, que ya tenemos al menos una de las dos cosas -aunque es un rocambole judicial un tanto peculiar-, tenemos que echar un poco la vista atrás si queremos poder volver a mirar hacia adelante sin repetir los vicios y pecados que estos tres años han estado salpicando nuestras acciones con respecto a este proceso popular, ese juicio paralelo que empezamos siempre que alguien con apariencia de extrema inocencia muere o es asesinada en extrañas circunstancias –que cuando es una prostituta, un méndigo o un obrero en el tajo no se montan nunca estos circos-.
Usemos la memoria, la reciente, para que alguien no pueda echarnos en cara cosas que con toda seguridad haremos por olvidar lo antes posible.
Miguel Carcaño es culpable del asesinato de Marta del Castillo. Más allá de los detalles morbosos, es culpable.
Pero El Cuco -¿nos acordamos de él? Ese menor del que por ley no tendríamos que saber ni el nombre, ni siquiera si había sido juzgado o condenado por encubrir un crimen antes de juzgar el crimen en cuestión- no lo es.
El amigo, el amigo del amigo, la novia del amigo del amigo y toda esa trama de rocambolesca película de Tarantino que nos montamos en alas de los medios de comunicación y nuestra necesidad de culpables, tampoco lo son.
Y eso lo ha dicho tan alto y tan claro el sistema judicial español como ha dicho que Miguel Carcaño es culpable.
Así que no saquemos pecho, no nos enorgullezcamos de nuestro juicio público, sumario y paralelo sin pruebas ni testigos, no nos vanagloriemos de nuestra afinada intuición.
Porque hemos hecho girar el tambor de nuestro revolver; hemos utilizado nuestra palabra, nuestra presión social, nuestra capacidad de sentenciar, arrebatada sin derecho a aquellos que la poseen por delegación expresa, como una brillante y plateada peacemaker del antiguo oeste para dispararla sobre aquellos que habíamos decidido que tenían que ser culpables.
Lo hemos hecho girar, como un sheriff novato con los ojos cerrados, hasta agotar las balas y cuando hemos abierto los ojos para comprobar nuestra puntería la mayoría de los disparos habían errado el blanco.
Nuestra visceralidad y nuestro miedo han escupido cinco balas y cuatro han sido apuntadas a ciegas contra quienes tuvieron la desdicha de pasar aquella noche por ahí. Hemos acertado a un culpable pero hemos herido de muerte a cuatro inocentes.
Javier Delgado, hermano del asesino Carcaño, ha sido absuelto. No es culpable, es inocente. Pese a todo lo que se ha dicho sobre él, pese a todo lo que hemos leído y escrito sobre él. Pese a todos los llamamientos desesperados de la madre y del padre de la víctima para que se le considerara también asesino, pese a todo lo que nos han vendido y lo que hemos querido comprar. Es inocente.
Samuel Benítez y María García, la novia de Delgado, pese a que hemos querido verlos como parte de una conspiración criminal, pese a que las ganas de vender periódicos y de hacer audiencias les han convertido en fieles esbirros del ideólogo de la desaparición del cadáver, pese a las recriminaciones a gritos en la puerta del juzgado o de la comisaría, pese a los encendidos insultos y a las pintadas en los muros de sus casas. Son inocentes.
Porque El Cuco ha sido condenado, sí. Pero no por participar en el asesinato de Marta del Castillo, sino por encubrirlo.
Y no nos engañemos. Podemos decir que nosotros nunca lo haríamos, que eso demuestra que es un individuo deplorable. Podemos disfrazar ese hecho de todos los grados de perversidad que se nos antoje para cubrir el desafuero en el que hemos participado pero, con esa edad y en esas circuntancias, encubrir cualquier cosa que haya hecho un amigo o un hermano entra dentro de la forma de actuar habitual.
Si no fuera así las comisarias estarían día y noche llenas de adolescentes acusando a sus amigos y hermanos de todas las acciones delictivas que comenten. Y sabemos que eso no ocurre.
Así que ¿qué haremos ahora?, ¿qué acciones emprenderemos nosotros, autoproclamados rangers de Texas en virtud de la jurisprudencia del juez Lynch, cuando descubrimos que al tratar de abatir a los cuatreros hemos acertado a un culpable y hemos derribado a cuatro inocentes?
¿Permanecerán los sesudos analistas, falsamente expertos en leyes y enjuiciamientos, tres años en la palestra televisiva y en las columnas periodísticas explicando los motivos por los que esos cuatro individuos son inocentes hasta que todas sus audiencias y sus lectores tengan grabada a hierro y fuego en sus memorias su inocencia?, ¿volverán a mirar a su cámara y a empuñar su teclado los supuestos hacedores de perfiles criminales para sugerirnos durante treinta y seis largos meses los rasgos de la personalidad de El Cuco, Delgado, García y Benítez, que les hacen inequívocamente inocentes?, ¿se mantendrán durante 1.000 días las reporteras y los reporteros al pie del cañón informativo para vendernos cada acción, cada gesto de esas cuatro personas, como un síntoma inequívoco de su inocencia?
Sabemos que no. Sabemos que esas preguntas ni siquiera son retóricas porque nosotros no compraríamos ese producto. Porque nuestra viscera no consumiría algo que nos estuviera removiendo la conciencia de culpabilidad, de error, durante tanto tiempo.
Nosotros haremos los que hace todo el mundo cuando dispara sin pensar y se da cuenta de que ha dado a quién no debía. Lo que ha hecho Carcaño, el asesino de Marta del Castillo. Enterraremos los cadáveres en la esperanza de que nadie los descubra.
No nos importará que esa implicación gritada en las calles a pleno pulmón, tremolada con sus instantáneas en cada manifestación, insinuada y sugerida en cada reportaje, haya destruido sus vidas. No querremos saber qué es de ellos ahora. Si su familia tiene que cambiarse de barrio, de ciudad o de país para evitar el estigma que la visceralidad sin pruebas ha cargado sobre ellos. No querremos saber si pueden seguir estudiando, trabajando o saliendo de copas -que me temo que, como muchos de la generación que ni está ni se la espera, es lo que más hacen- o son condenados a un ostracismo que no merecen porque son inocentes.
No necesitamos saber nada de eso. Nuestra conciencia no necesita saber nada de eso. Esperaremos que tengan la decencia de desaparecer de todas partes para no recordarnos que les hemos matado.
No vamos a salir a las calles con pancartas y gritos enardecidos clamando por su inocencia y pidiendo que todos aquellos que se comportaron como lapidadores en las calles y plazas, como linchadores en los bares, pidan al menos perdón y reconozcan que son inocentes. No vamos a hacerlo porque nadie se manifiesta contra sí mismo. Nos limitaremos a eludir la responsabilidad de nuestro error. Como hacemos siempre.
No aprenderemos que no tenemos derecho a tratar a alguien como culpable porque creamos que es culpable y que sólo podemos hacerlo cuando sepamos que es culpable. Y, claro, que eso solamente se sabe cuando lo dice un juez.
Y buscaremos un nuevo objetivo sobre el que apuntar nuestros revólveres de justicieros de frontera. Un nuevo caso en el que interferir, en el que ejercer de jurado popular no convocado, en el que sacar las vísceras a pasear.
Pero nuestro delito, nuestro error, nuestro linchamiento injustificado, no solamente se ha llevado por delante a esas cuatro personas falsamente culpabilizadas social y mediáticamente durante tres años. Nuestra irresponsabilidad, nuestra visceralidad, se ha llevado por delante también a aquellos a los que pretendíamos o queríamos ayudar: a la familia de la víctima. Empezando por el padre de Marta del Castillo.
"No tiene ni pies ni cabeza" -ha dicho el progenitor ofendido-.
Y en eso me veo obligado a darle la razón.
No tiene ni pies ni cabeza que se condene por asesinato sin un cadáver. No tiene ni pies ni cabeza que se pueda dictaminar una violación sin pruebas físicas ni examen del cuerpo, no tiene ni pies ni cabeza que de las más o menos veinte declaraciones distintas que ha realizado Carcaño se tome la que más conviene solamente porque un policía dice que "fue la que parecía más sincera".
No tiene ni pies ni cabeza que se condene por asesinato sin un cadáver. No tiene ni pies ni cabeza que se pueda dictaminar una violación sin pruebas físicas ni examen del cuerpo, no tiene ni pies ni cabeza que de las más o menos veinte declaraciones distintas que ha realizado Carcaño se tome la que más conviene solamente porque un policía dice que "fue la que parecía más sincera".
Pero me temo que Antonio del Castillo, en su comprensible dolor, no se refiere a eso.
"La absolución de los otros tres implicados es incomprensible porque da a entender que el único condenado mató e hizo desaparecer en solitario el cadáver".
Y ¿qué tiene eso de incomprensible? Claro que da a entender eso y ¿cuál es el problema?
El problema es que el señor del Castillo tiene una versión previa, tiene una creencia previa de cómo ocurrieron los hechos y quiere que esa creencia previa sea refrendada.
El juez ha metido en la cárcel al asesino de su hija pero a él no le sirve porque cree que hay más, porque alguien le ha vendido y él ha comprado un relato completo. No ha dejado a los fiscales hacer su trabajo y reunir pruebas, indicios, testimonios sobre lo que ocurrió.
Él no ha llegado a la fiscalía y ha dicho: "Mi hija ha desaparecido -puede que en un principio si lo hiciera, pero no cuando se inició el proceso-, quiero que la encuentren y en su defecto que castiguen a los culpables de su desaparición".
Si ese hubiera sido su planteamiento mental durante todo el proceso ahora estaría satisfecho porque la policía, el fiscal y el juez han encontrado al asesino de su hija y le han metido en entre rejas. Pero él ha comprado el relato de los medios. Es uno de nosotros y hace lo que todos nosotros hacemos.
Él ha decidido que Carcaño mató a su hija ayudado y auxiliado por El Cuco y que luego García, Benítez y Delgado les ayudaron a deshacerse del cadáver. No quiere saber quién ha sido porque cree saberlo ya y por eso cualquier sentencia que no confirme su relato es una decepción. No quiere una sentencia justa. Él ya ha sentenciado. Lo único que quiere es que se le de la razón.
Y lo que dice a continuación lo demuestra. El pobre Antonio asegura que "en este país no hay justicia. Eva -su mujer- está arriba llorando, destrozada, no se lo puede creer y nosotros tampoco. Como venimos de vuelta, podíamos esperar menos penas, pero esta situación no es normal, no es lógico. Esto de todos absueltos y sólo Miguel condenado responde a algo".
Y ese es el problema. Nosotros, los medios y nuestra presión social actuando como simbiontes, hemos hecho que el padre de Marta del Castillo esté de vuelta porque le hemos dado una versión engrandecida, sin pruebas, sin testigos, sin nada, en la que un repentino emporio criminal formado por cuatro jóvenes y un menor había cercenado la vida su hija y se había desecho del cadáver y ahora se niega a reconocer que donde no hay justicia es en esa versión que él ha comprado, no en este país.
Se niega a reconocer que el juez los ha absuelto porque los encontraba inocentes. Porque no había prueba alguna de su culpabilidad. Que el fiscal no ha aportado nada más porque no lo ha encontrado -salvo al misterioso taxista, que ya le vale- y que eso puede significar que simplemente no existe. Que los hechos no ocurrieron como a él le vendieron que ocurrieron.
“Las cosas están claras. La policía dijo que había muchos indicios. Que pasen estas cosas no me parece justo".
Y ese clamar en el desierto no acabará nunca. Esa decepción no se borrará nunca.
Porque ni los medios ni los que se ampararon en ellos para elevar a categoría de realidad unas percepciones difusas e incompletas, en aras de calmar nuestra víscera, de alimentar nuestro morbo y de ganar audiencias y lectores, nunca se preocuparon de explicarle al bueno de Antonio que los indicios sirven para investigar pero no son pruebas.
Que el hecho de que se rompa la cadena de acompañamiento de una persona durante una noche le deja sin coartada pero no le hace culpable, porque podía haber estado haciendo cualquier cosa en ese tiempo en el que estuvo en soledad. No le explicaron que el hecho de que todos apaguen sus teléfonos es un indicio de que algo raro pasa pero no es una prueba de que eso raro que pasa no sea la compra de droga dura en las Tres Mil Viviendas y sí de que se estén deshaciendo del cadáver de Marta del Castillo.
Porque nadie le explicó que realmente las cosas no estaban tan claras. No pueden estar claras en un asesinato en el que ni siquiera hay cadáver.
Aceptamos una historia llena de lagunas -e incluso de flagrantes mentiras, en algunos casos-, aceptamos unos culpables que nos vendían y cada indicio era visto como una verdad irrefutable y cada atisbo policial de la investigación era presentado como una prueba firme. Pero eso vale en los medios, eso vale en los platós donde se opina porque hay que llenar el tiempo asignado en el guión a ese tema. No vale en la sala de un tribunal. Quizás por eso los que juzgan son los tribunales y no los programas televisivos ni las charlas de bar.
Así que eso le hemos hecho a cuatro inocentes y varias víctimas.
Y no nos escudemos en que fueron los medios de comunicación. No tratemos de escurrir el bulto echándoles la culpa de presentar el caso de esa manera, de engrandecerlo, de cerrarlo incluso antes de que estuviera abierto, de hacer un relato de los hechos inventado en sus lagunas y parcial en sus conocimientos. Eso sería tan absurdo como recurrir a la defensa típica de los niños de "seño, seño, él empezó".
Ellos faltaron a su responsabilidad como lo hacen siempre en estos casos -Como con Anabel Segura, como con Rocío Vaninnkoff, como con otras y otros tantos y tantas-.
Necesitaban contar una historia y la contaron cuando deberían haber permanecido en el más absoluto de los silencios. En el más que respetuoso mutismo hacia la justicia y la ley.
Pero nosotros la seguimos, la devoramos, la compramos por partes y la difundimos. La aceptamos sin cuestionar una sola frase, una sola coma, una sola opinión, un solo razonamiento.
No nos confundamos los medios engordaron nuestra víscera porque nosotros constantemente se lo reclamamos. Somos culpables de nuestros medios. Ellos no son culpables de nosotros.
Eso hemos conseguido con nuestra intromisión como parte visceral en un proceso judicial del que, si digo la verdad, no creo que ni siquiera tengamos derecho a ser espectadores. Sobre eso tenemos que pensar.
Los abogados de la familia recurrirán la sentencia y están en su derecho pero temo que nunca conseguirán que la versión que hicimos creer como cierta en columnas, charlas de café y platós a sus clientes pueda sostenerse en la sala de un tribunal.
Nuestro constante recurso a la morbosidad ha hecho posible que, parafraseando el título de una de las mejores cosas que ha hecho el cine español últimamente, no sólo no haya paz para aquellos a los que creímos malvados, sino tampoco para esos a los que siempre supimos víctimas.
Marta del Castillo ya tiene su asesino. Y los inocentes y las víctimas de este malhadado crimen nos tienen a nosotros. ¡Es para estar orgullos!, ¿verdad?
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