Francia está de elecciones. Si fuera otro país, si fuera cualquier otra nación europea -quizás excepción hecha de Alemania, tal y como está el patio- la cosa quedaría en casa, sería algo doméstico de cierto interés relativo pero de poca repercusión general.
Pero los franceses adquirieron hace algunos siglos la mala costumbre de pensar en política, quizás fue porque se les ocurrió mientras veían rodar las cabezas de algún que otro monarca y su parentela, quizás porque como decidieron antes que nadie en Europa que dios no pensaba en política a través del monárquico derecho divino se vieron en la obligación de llenar ese espacio que había dejado la revolución y la guillotina. Sea por lo que fuere -que es por todo eso y algunas cosas más- las elecciones francesas siempre traen algo que no suelen traer las elecciones de otros países: reflexiones políticas.
Y en eso se encuentran ahora los franceses. En una campaña electoral envidiable porque se salpica, se decora, se satura de ideas políticas. Tiene descalificaciones, como todas, tiene electoralismos como la inmensa mayoría. Pero tiene ideas.
Ni el incandescente Sarkozy, ni el apagado Hollande rehúyen esa discusión, evitan ese debate. Ninguno de los dos se niega a hacerlo a un nivel ideológico y político tal que cualquiera de nuestros tendría problemas ya no en seguirlos, sino en tomar nota apurada de lo que dicen para luego consultarlo con alguien que supiera de lo que están hablando.
Y el tema, como tampoco podía ser de otra forma, es Europa, el concepto europeo, el modelo europeo.
Independientemente de lo que defiendan cada uno, hay algo que resulta realmente increíble.
Increíble porque hasta ahora, más acá de los Pirineos y más allá del Sala y el Elba pareciera que ese debate es anatema, que el modelo de Europa es tan sagrado como lo puede ser una constitución, tan irrevocable como lo puede ser una sentencia del supremo tan inamovible como lo puede ser un evangelio.
Y así Sarkozy, que no es precisamente santo de devoción en estas diabólicas líneas, se sienta ante un nutrido grupo de periodistas económicos y se descuelga diciendo algo como que "es lógico pensar que, amortizados los costes de inversión, el capital empresarial tiene que tener una responsabilidad equilibrada con el coste laboral en el sostenimiento de la empresa"
Aquí es imposible que un político diga eso porque probablemente nadie entendería -y menos los periodistas a los que se lo dice- de qué está hablando. Si la cultura política se reduce a ver cuántos votos saca mi partido en las próximas elecciones -a las que consideramos prácticamente como una final de la Champions League-, la cultura económica brilla por su ausencia en la inmensa mayoría de los casos.
Pero lo más impactante es que entre excrecencias nacionalistas, entre veleidades pseudo xenófobas dedicadas a la ultraderecha y entre sacadas de pecho en comparaciones con los siempre mal mirados vecinos españoles e ingleses, Sarkozy se descuelga con una afirmación que está prácticamente sacada literalmente de El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de un tal Federico Engels.
¿Y pasa algo?No, claro que no.
Porque en Francia hace tiempo que la Derecha y la Izquierda -que es el único país en el que se las puede llamar así, con mayúsculas, porque es en el único país donde realmente estuvieron sentadas a la derecha y a la izquierda del poder monárquico- hace tiempo que descubrieron que se debaten las ideas. No su procedencia.
La derecha española, llamémosla el conservadurismo español- se habría rasgado las vestiduras porque uno de los suyos se apoyara en una idea de un marcado izquierdista, creador conceptual del comunismo, para defender Europa y la izquierda hubiera corrido a todos los atriles que les ofrecieran para decir esa idea es nuestra, es nuestra. Aunque nosotros no nos acordáramos siquiera de su existencia, esa idea es nuestra porque Engels era de izquierdas.
Así que Sarkozy puede ver Europa de otra manera y puede proponer un cambio radical en la concepción de Europa porque no le importa, a Francia no le importa, de donde vienen las ideas, sino las ideas en sí mismas. Grita a los cuatro vientos que los mercados no pueden dictar la política económica de un continente soberano, de un país soberano, que a lo mejor hay que mandar al carajo a las agencias de valoración de riesgos financieros y aunque estas le castigan ni su partido ni su país ni sus votantes se rasgan las vestiduras y gritan que eso no es liberal, que eso no está escrito en la biblia capitalista.
Se piden un café y piensan en ello. Claro que ellos tienen Le Figaró.
Y Hollande está en las mismas. Se sienta y piensa que si a Europa le va mal a lo mejor no es porque no se cumpla el modelo liberal capitalista impuesto para su creación sino porque ese modelo no funciona de salida.
Pero no tira de la revolución socialista, de la lucha de clases. Tira del liberalismo social y económico de Milton Friedman que hace perder su condición de teológica sacralidad al beneficio empresarial.
Y propone una Europa, un modelo económico, en el que el capital y la actividad financiera se responsabilicen de sí mismos sin cargar esa responsabilidad sobre las rentas del trabajo.
Decorado con las inevitables arengas sobre la posición de Alemania, sobre el derecho o no derecho que tiene a imponen sus criterios y de las eternas referencias demagógicas de clase, Hollande sencillamente diseña un sistema en el que se graben las transacciones financieras en bolsa con un impuesto, en el que se establezca una tasa impositiva por los préstamos interbancarios que sirva para crear un banco que de créditos a las empresas; un sistema en el que, como defiende Engels y su competidor, el capital no tenga más peso que el trabajo y por eso se graben de idéntica manera, con los mismos baremos y con las mismas cargas las rentas del dinero que las rentas del trabajo -subiendo las primeras, no bajando las últimas- de manera que esa nueva recaudación contribuya a equilibrar los presupuestos y a lograr el dinero suficiente para financiar el banco que alimenta los créditos empresariales.
Y Hollande puede decir que el sistema de cobertura social ha de ser universal pero que el Estado del Bienestar debe redefinirse, que el modelo del socialismo de servicios y de derechos tiene que ser complementado con el de responsabilidades y deberes. Y los más izquierdistas de los suyos no se mesan los cabellos y se los impregnan de ceniza acusándole de romper con las normas sagradas del socialismo moderno, con el legado testamentario de un marxismo del que beben sin complejos pero que no dejan que les atragante.
Simplemente se sientan ante un Burdeos y piensan en ello. Claro que ellos también tienen Le Figaró.
Y de esa manera, lo planteara Engels o lo planteara Milton Friedman, diseñan un sistema nuevo porque ya reconocen que el actual está muerto. Como lo hicieran con el Derecho Divino, como lo hicieran con la monarquía absoluta, como o hicieran con la servidumbre, como lo hicieran con el comunismo.
Una vez más son los primeros en buscar un cambio.
Y Sarkozy no está de acuerdo con Hollande. Afirma que es necesario un impuesto de transacciones, afirma que es necesario un control de los beneficios pero opta por la penalización de los beneficios no reinvertidos y no por la subida impositiva a las rentas financieras. Y mantiene la necesidad de un impuesto a las grandes compañías y bancos pero mantiene que debe realizarse en virtud de los beneficios de estas.
Claro que no está de acuerdo con Hollande, porque uno es de derechas y otro es de izquierdas, porque uno pone el foco en una cosa y el otro pone el foco en otra. Pero en plena campaña electoral, en pleno ataque furibundo de uno a otro es capaz de, aunque mi francés no es muy bueno, decir al menos media docena de veces en diez minutos: “Je suis d'accord avec mon adversaire” Y Hollande otro tanto en un mitin ante sus más acérrimos defensores.
Porque ambos son conscientes, Francia es consciente, de que esos desacuerdos llevan implícito un acuerdo: el sistema no funciona y hay que cambiarlo. Y también sabe que las baladronadas, las descalificaciones y los artificios son parte del juego electoral y vota a las ideas.
Incluso los que voten al Frente Nacional, feudo hereditario de los Le Pen en la extrema derecha, votarán por ideas. Ellos también quieren cambiar el sistema, pero hacia algo peor.
A lo mejor nuestro Gobierno, nuestra oposición y toda nuestra política deberían aprender del odiado vecino, aunque escueza, y empezar a debatir ideas y no su procedencia, su filiación o cualquier otra cosa.
A lo mejor los unos deberían bajarse de su supuesta superioridad ideológica y de pasarlo todo por el tamiz de una izquierda que no es izquierda, de un progresismo que no es progresismo y dejar de obviar a los economistas que saben de lo que hablan porque su nombre está escrito con letras de oro en la placa conmemorativa de los que inventaron y reinventaron el liberal capitalismo -y ahora quieren volver a hacerlo aunque la señora Merkel y todos los que la siguen como un gurú profético no les escuchen-.
Y a lo mejor los otros deberían dejar de intentar vender el prestigio de ajustarse a las normas impuestas por otros, de ser los primeros en la cabeza de una lista aunque esa lista sea de los que se están arrojando de cabeza por un barranco por intentar alzar a un cadáver económico que ya empieza a oler de la sima en la que yace.
De buscar la aprobación de otros, la aplicación de soluciones pensadas por otros y que solamente se pueden adaptar al beneficio de otros, empezar a bajarse de un burro que nos ha conducido siempre al mismo sitio, a la misma calle sin salida cada vez un poco más miserables. Deberían dejar de cruzar los dedos, cerrar el ojo y torcer el gesto para alejar del mal de ojo de una idea que, aunque funcione, proviene de la derrota lateral que nos gusta, de dejar de ver continuamente fantasmas de bloques caídos, de ideologías totalitarias para pararse simplemente a plantearse si algo funciona o puede funcionar.
Y a lo mejor nosotros deberíamos dejar de votar en contra de o a favor de. Deberíamos exigir ideas y explicaciones a aquellos a los que nos adherimos por pura inercia porque una vez decidimos que una idea que tuvieron era buena y ya no cuestionamos lo que dicen porque nos suena como cuestionarnos a nosotros mismos. Algo que nos cuesta incluso un poco más que a la media de los occidentales atlánticos que nos rodean. Y olvidarnos de los fantasmas de nuestros abuelos y sus guerras, de nuestros padres y sus postguerras, de nuestros hermanos mayores y sus transiciones, dejar de mirar a izquierda y derecha para ver de dónde proviene la idea antas de decidir si la idea es buena en sí misma
Quizás por fin deberíamos darnos cuenta de que a lo mejor el prestigio que la historia y la realidad confieren a la política francesa no está en ser los primeros y los que mejor han llevado a cabo las políticas establecidas, sino en ser casi siempre los primeros en percibir la necesidad de cambiar los sistemas y ponerse a ello.
Claro que nosotros ya vamos tarde para eso. Desperdiciamos nuestras elecciones -independientemente del resultado- en hacer lo de siempre: en tirarnos los trastos a la cabeza e intentar hacer lo que otros inventaron
Ahora y siempre, por desgracia, ¡Que inventen ellos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario