Lo de Carmen, orgullosa vecina de Velilla de San Antonio, provincia de Madrid, es de traca.
Que se me permita este inicio tan poco conciso, tan así, de andar por casa, pero es que la situación nos arroja a lo más carpetovetónico de los esperpentos de Valle Inclán, a las situaciones más dignas de berlanga o de Ozores. Una abuela sexagenaria, que ya no tiene el cuerpo para jotas y la vida para excesos, se encuentra de repente, sin comerlo ni beberlo, como concejala de un pueblo perdido de la Comunidad de Madrid, Velilla de San Antonio para más señas.
Y ella que no quiere. Que pese a las dietas y el sueldo, no quiere. Que pese al prestigio y a las ingentes posibilidades de aprovechar la democracia en su provecho, que no quiere. Carmen, en la cabezonería de rancia comunista y de anciana de toma de tensión los jueves por la mañana, se empeña en ue no quiere.
Uno se imagina a la mujer como una de esas de comunismo a ultranza durante una vida de soportar chaparrones y de aguantar dictadores, de ese comunismo que se cargó la vida real en la URSS hace ya unas cuantas décadas, de ese comunismo heredado de la postguerra y del bando ancestral en el que seguro que combatió su familia.
Se la imagina así porque alguien que permite a Izquierda Unida utilizar su nombre para rellenar listas -no se me altere nadie, que todo el mundo hace eso en las candidaturas de todas las elecciones habidas y por haber- tiene que tener algún rebufo comunista vivido o malvivido, pensado o heredado. Uno de esos "de izquierdas" que definen tan poco como los "de derechas" pero que en este país nos sirven de ancla ideológica primaria.
Ella, que probablemente clamó en la dictadura por la libertad, en la transición por la democracia y hasta que le llegó la jubilación por los derechos de los trabajadores recibe ahora, sin quererlo, la posibilidad de enfrentar su ideología con el mundo real, de trabajar con denuedo por sus convicciones -que probablemente sean mucho más fuertes que sus ya agostados huesos y articulaciones-, de ejercer el gobierno democrático por el que seguro que ha clamado en el desierto, perorado en el mercado y argumentado en el trabajo.
Lo recibe porque las listas también se rellenan con el número uno. Lo recibe porque Izquierda Unida nunca esperó sacar los votos suficientes en Velilla de San Antonio y la puso de cabeza de lista. Lo recibe porque la vida es como es y no como nosotros planeamos que sea. Y la política siempre ha formado parte de la vida.
Pero la buena de Carmen, con todo mi respeto hacia sus sexagenarias gónadas, ya no tiene el coño para ruidos.
Así que, aunque el pueblo soberano ha hablado, aunque las urnas han emitido su veredicto, aunque la democracia en estado puro la ha marcado y la ha señalado con el dedo, ella no quiere ser concejala. Y si Velilla de San Antonio se tiene que quedar sin Ayuntamiento constituido por tan plausible motivo, que se quede. Ella no va a ser concejala y punto. ¡Le van a decir a ella unos chavales barbudos de cuarenta y tantos lo que tiene y lo que no tiene que hacer!
Y Carmen, su cuerpo que no está para bailes regionales y su anatomía que no está para ruidos, se merecen una salva de aplausos de esas que hacen temblar estadios, de esas que hacen crujir hemiciclos, de esas que reservamos para lo insustancial aunque deberíamos destinarlas a lo importante.
Porque la revolución, pacífica o violenta, legal o ilegal, radical o moderada, ha de hacerse cuando ha de hacerse no cuando la vida nos da fuera de ciclo la oportunidad de hacerla. Porque cuando las puertas del poder se abren no hay que atravesarlas sin más por el hecho de que están abiertas, sino hay que preguntarse qué se puede hacer al otro lado del umbral si se atraviesan. Y pasar de largo si no se va a querer o poder hacer nada.
Porque Carmen es, también sin quererlo -como me temo que le ocurre con todo lo que la vincula con la política activa- un ejemplo de lo que aún no has pasado pero nos está pasando y puede que no podamos evitar que nos pase.
Porque esta revolución nuestra- entendida como cambio de sistema, no se me subleven los amantes de la ley y el orden y los pacifistas a ultranza. Aunque tampoco estoy en contra de cortar algunas cabezas si fuera necesario. Nuestra historia sería otra si hubiéramos cortado alguna que otra cabeza Real en su momento-, necesaria e ineludible para recomponer un futuro que se nos desmorona, para construir un sistema del que nos hemos quedado huérfanos aunque nuestros gobernantes aún nos coloquen su foto ante los ojos para que parezca que aún sigue con nosotros nos llega ahora, no vas a llegar cuando tengamos tiempo para ella, no nos va a llegar cuando se den las condiciones para que podamos triunfar sin arriesgar, no vas a llegar cuando nos venga bien.
Nos llega ahora y a lo peor nosotros también corremos el riesgo de que se nos pase el arroz para llevarla a cabo.
Porque Carmen, la buena de Carmen, tiene la excusa de su edad, su vida ya arriesgada, sus achaques y su cansancio para poder decir que no al cambio al que tiene acceso. Pero nosotros no tenemos esa excusa. No debemos tenerla, aunque no hagamos otra cosa que expresarla una y otra vez a los demás y lo que es peor a nosotros mismos.
No vaya a ser que todos terminemos siendo Carmen y el mundo acabe siendo Velilla de San Antonio, Madrid.
Porque, hoy por hoy estamos, a un centímetro escaso de pasar la frontera que Carmen, la concejala que no quiere serlo, ha traspasado a sus sesenta y tantos años de edad.
Estamos a un milímetro de convertirnos en lo que el escritor humorístico del antiguo régimen -del nuestro, no del mundo- definiera como sexagenarios voluptuosos.
Estamos a punto de ver pasar por delante la revolución que nos toca hacer, el cambio que nos toca impulsar, aquejados por los achaques de nuestra ancianidad ética.
Estamos en la frontera de la ceguera que nos impida preocuparnos de esta, nuestra revolución, por centrar nuestra atención en esta nuestra hipoteca, en este, nuestro puesto de trabajo inestable pero que podemos mantener si no hacemos mucho ruido y no molestamos demasiado; de este, nuestro fin de semana de polvo y olvido para evitar recordar que el amor no nos llega; de esta, nuestra quedada con colegas de cañas y vinos para regodearnos en lo mal que está todo y poner en manos del etilismo más absoluto nuestra obligación de no eludir nuestras responsabilidades.
Porque quizás esta revolución necesaria nos ha llegado ya cuando los achaques de intentar mantener las panzas incipientes controladas y los culos firmes a golpe de gimnasio ya no nos permiten pensar en otra cosa, cuando los dolores de ver caer nuestros senos y perder definición a nuestros plexos solares ya no nos dejan poner foco en otra cosa.
Porque tal vez el momento de dejar de quejarnos e invadir las estancias del poder nos ha llegado cuando las cataratas que la ancianidad agostada de nuestra ética colocan ante nuestros ojos ya no nos dejan ver de lejos la quiebra del sistema económico, la injusticia de las soluciones propuestas y la incoherencia de las medidas tomadas y solamente nos permiten mirar con las gafas de cerca, como todo buen jubilado, a nuestras facturas, nuestros miedos, nuestras compras, nuestras modas, nuestros artilugios informáticos, nuestras compras, nuestros ligues, nuestros polvos, nuestros excesos y nuestros caprichos.
Porque tal vez nuestra artrítica ancianidad como sociedad no nos permita acceder al esfuerzo de nuestros deberes y simplemente nos permita solazarnos en el confort de nuestros derechos.
La concejalía de Velilla de San Antonio le haya llegado a Carmen cuando ya está para esos trotes, pero lo que es casi seguro es que no podemos permitirnos el lujo de que esta revolución nos llegue cuando ya no tenemos la irresponsabilidad para jotas ni el egoísmo para ruidos.
Caigan estos en la parte de nuestra anatomía que caigan.
Porque si no hacemos lo que tenemos que hacer ahora no habrá otro tiempo para hacerlo. Y seremos como Carmen, veremos dentro de otros cuarenta años que las servidumbres impuestas ya están asentadas, que las injusticias cometidas ya son irreparables, que el futuro diseñado sin conciencia ya no es recuperable, que el presente ya es historia baldía y el futuro ya no tiene salvación. Simp0lemente porque ya no tendremos fuerzas para luchar contra ellas.
Así que sí, lo de Carmen es de traca. Pero lo nuestro, como siga por el mismo camino, va a ser de pena.
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