Mientras se sigue sin noticias de Arenas en la Ejecutiva del PP después de su primera victoria electoral en Andalucía y su cuarto fracaso en el intento de acceder al gobierno regional -que es lo que tiene eso de las coaliciones post electorales que César Vidal cuando le viene bien califica de golpes de Estado- el nuevo caballo de batalla de esta política nuestra que no es política sino poder es la trasparencia.
Y, pese a que hay que reconocer que la intención parece buena y apropiada, parece democrática y justa, como siempre en el Occidente Atlántico y en España sobre todo -que es más de oscurantismo que de opacidad- las cosas no se hacen del todo, no se abordan del todo, no se llevan a cabo hasta las últimas consecuencias por el miedo, el auténtico pavor, de aquellos que las utilizan como armas electorales de verse devoradas por su propia creación.
Una ley de transparencia que sin negar el avance que supone, nace muerte, porque nace con la imposibilidad de crecer, con la capacidad de movimiento cercenada en su origen.
La trasparencia exige que todo se vea, eso es una propiedad inmanente a la definición, así que cualquier legislación que imponga transparencia y que no incluya la totalidad de los ámbitos ya no es transparente, ya se agota en sí misma.
Y en esta nuestra, demasiadas cosas quedan fuera.
No es que seamos como los estadounidenses, líderes mundiales en simular transparencia legal y cubrirla posteriormente bajo el velo irrompible de la seguridad nacional. No es que nos inventemos una causa por la cual esa transparencia se convierte no ya en opacidad, sino en oscuridad sideral. Es que nosotros lo hacemos porque sí.
Para empezar dejamos fuera a la Casa Real ¿por qué?, pues tampoco se explica muy bien. Quizás sea porque el hecho de que perseveremos en nuestra cerrazón histórica y evolutiva de seguir considerando a la monarquía impermeable a la ley y por tanto irresponsable ante ella, haga que resulte más fácil y menos traumático que ignoremos si incumplen la ley para que luego no tengamos que sentirnos frustrados por tener que soportar que no tengan que responder de esos delitos.
Así que en esencia esa ley permite que sigamos entregándole un cheque en blanco a La Casa Real cada año sin poder saber en qué se gastan nuestro dinero, para qué lo utilizan o cómo estructuran sus cuentas.
Claro que existe el control parlamentario, pero todos sabemos cómo funciona. Alzamos la mano al unísono para aprobarlo en la comisión que corresponda sin ni siquiera leerlo. Que a nadie le gusta destapar en ese ámbito la caja de los truenos. Y el ciudadano que confíe en nosotros, que para eso nos ha votado.
Luego está lo baladí, lo decorativo, lo que parece que es importante pero que no lo es. Los cargos públicos, los liberados sindicales, los cargos institucionales tienen que hacer públicas sus retribuciones. Y parece muy bonito, muy novedoso. Pero eso ya tienen que hacerlo.
El ciudadano puede conocer los excesos en la retribución, pero es algo que no va a modificar nada porque la retribución no depende de ellos. Si los vocales del Consejo General del Poder Judicial ganan 112.000 euros al año y exima exigen que se paguen sus desplazamientos a cargo del erario público en categoría vip del AVE o en Business del avión, el saberlo no nos va a servir de nada.
No nos va a servir porque no podemos impedirlo. No podemos elegir otros vocales del CGPJ, no podemos modificar el sistema de retribuciones y no podemos impedir que ellos se encojan de hombros y digan "esa retribución está estipulada y esas dietas están estipuladas. Así que no tenemos por qué renunciar a ellas".
Así que la transparencia en saber sus sueldos y sus dietas se convierte en un ejercicio de decoración porque no se arbitra una forma según la cual la ciudadanía, que es la que está pagando esas retribuciones, pueda decidir si son justas, están de acorde con la realidad económica y social del país o son deseables.
Nos venden que el conocimiento es un arma. Y eso es verdad. Pero solamente es un arma cuando se puede utilizar en la batalla del cambio. Y ese cambio sigue cerrado.
No se trata de transparencia a palo seco, se trata de transparencia como herramienta de modificación de la realidad. Y ese camino esta cerrado y permanecerá cerrado con todo tipo de parapetos y barricadas tras las que se agrupan hombro con hombro y codo con codo políticos de todo signo y condición. No vaya a ser que esto de la trasparencia a lo mejor nos termine tocando las lentejas. Y eso sí que no.
Y en eso se inscriben diputados, políticos, vocales de todas las instituciones públicas, etc, etc, etc.
Y luego llegamos a lo que parece el meollo del asunto. Las contrataciones, las subvenciones, las ayudas. Todo el dinero que parte del estado hacia terceras manos que ahora es un agujero negro informativo del tamaño de la nube magallánica.
Y está bien que sepamos a quién va ese dinero, quien lo recibe en sus cuentas corrientes y con qué objetivo lo reciben. Eso es transparencia, eso es hermoso, cristalino, prístino, limpio y puro.
Pero es insuficiente. Deja la Ley de Trasparencia en un catálogo de exposición.
Porque el ciudadano no tiene acceso a los informes técnicos de las adjudicaciones, a los procesos administrativos por los cuales se adjudican los contratos. Y eso nos impide saber salvo por descuido u omisión del contratante, cual es el motivo por el cual una empresa y no otra reciben la adjudicación, quienes participan de ella y que criterio ha seguido desde un técnico municipal hasta una secretario de Estado para recomendar o adjudicar directamente una contratación a uno u otro.
Vamos, sabemos a quién se han adjudicado los contratos pero no los motivos por los cuales han sido adjudicados. ¡Que curiosa casualidad cuando son precisamente los motivos los que generan el delito y no los fallos técnicos en la adjudicación!
Mucha trasparencia que no sirve en realidad para nada.
Porque el ciudadano no tiene acceso a las memorias de las asociaciones o entidades que han recibido la subvención, ni a los informes contables de las mismas justificando los gastos, ni a ninguno de los elementos que podrían demostrar que un dinero A, otorgado para un fin B, ha sido en realidad utilizado con un fin C y para pagar un acomodaticio sueldo de una persona, llamémosla D.
En resumen, sabemos a quién y para qué se les ha dado el dinero público, pero no sabemos si se ha utilizado para esos fines o no. De nuevo el ámbito del posible delito permanece oculto. Empiezo a pensar que no es por casualidad.
Por no hablar que los partidos políticos se quedan a años luz de esa ley de transparencia. Hace casi once años que el Tribunal de Cuentas, el órgano que parece encargado de su supervisión, no hace un informe sobre su financiación.
La ley de transparencia no les obliga a publicar sus cuentas, sus balances contables, sus créditos y sus deudas. No les obliga a romper el concepto de donación anónima para sus campañas y para su sustento y no les obliga ni mucho menos a justificar los gastos y el empleo del dinero que reciben del Estado después de cada elección.
Y por supuesto no nos permite a nosotros, los votantes, observarlos y mucho menos controlarlos.
Por no decir que la nueva ley estípula la fórmula que ya hiciera famosa una organización evangélica de hace dos milenios. El Gobierno se reserva la potestad de castigar a los ministros que incumplan esta ley de transparencia. Vamos, como el bíblico Sanedrín de Galilea.
Sólo los sacerdotes pueden castigar a los sacerdotes. Sólo los gobernantes pueden castigar a los gobernantes. Algo muy moderno y democrático como puede desprenderse de la comparación histórica.
Y nada de obligaciones, que en este Occidente nuestro, lo de obligar está muy mal visto, es muy poco democrático.
Nada de un catálogo de incompatibilidades manifiestas de rango familiar y empresarial, nada de imposibilitar de forma total y definitiva la actividad privada mientras se es cargo público de cualquier tipo, nada de evitar la duplicación de remuneraciones públicas, nada de obligar a la renuncia o a la dimisión si se incumple esa ley de transparencia, nada de forzar un límite máximo de enriquecimiento durante la permanencia en el cargo -si este no está justificado-.
Nada de nada.
Trasparencia para ver lo que hacen -o una pequeña parte- pero incapacidad para poder evitar que lo hagan. Una concesión baladí.
Quizás en nuestras charlas de café o de barra de bar deberíamos evitar esa deriva hispánica del cotilleo de saber cuánto gana cada uno o cuanto cuesta cada obra pública y deberíamos volvernos más a lo esencial. Preocuparnos más de cómo evitar que se produzcan los abusos. Quizás deberíamos pensar mucho menos en la transparencia y más en el control y desear una ley no que nos permita solamente saber, sino que nos permita cambiar las cosas.
Y el que esté dispuesto a pensar que eso se cambia con los votos está derecho de aplicar la ingenuidad en esta ecuación, pero la transparencia no hará que eso cambie con los votos por el simple motivo de que si se vota a otros las leyes seguirán permitiendo a los nuevos volver a hacer lo mismo.
Tal vez no tendríamos que desear solamente una ley que nos permita ver y luego nos haga depender de la buena voluntad y la ética del político a la hora de hacer las cosas bien. Quizás deberíamos empezar a pedir una ley que les impida actuar de forma no ética. Así no nos será necesario tener que fiarnos de ellos.
Empezando por sus retribuciones. Y si no sabemos cómo hacerlo, quizás deberíamos observar a 50 personas que en una helada isla han encontrado una fórmula más que original para conseguirlo. Pero claro entonces seriamos islandeses.
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