¡Basta ya! Nada de lo que se diga sobre el Gobierno, sobre la Oposición, sobre la situación económica de Europa, de América o del mundo, sobre la deriva internacional, sobre cualquiera de los males nacionales o planetarios que nos aquejan, nos desangran y nos destruyen tiene ninguna relevancia.
La forma que adopta la extinción es absolutamente irrelevante ante la presencia de la extinción en sí misma.
Pueden ser síntomas, pueden ser agravantes, pueden ser factores de riesgo o desencadenantes. Pueden ser simbiontes y garantes de la destrucción, pero no son la destrucción en sí misma.
No son el virus que nos está desgarrando, la gangrena que nos está pudriendo, la septicemia que nos está matando.
Todos sabemos cuál es y ya no tiene cuento ni sentido seguir fingiendo que lo ignoramos, seguir simulando que lo olvidamos, seguir aparentando que lo desconocemos.
Sabemos lo que es desde el principio, sabemos lo que nos falta y lo que nos sobra.
Sabemos lo que añoramos en las soledades voluntarias fingidas, en los retiros autoimpuestos, en las compañías recurrentes, en las celebraciones organizadas.
En las carreras por el éxito, en las luchas políticas, en las discusiones filosóficas, en las manifestaciones, en los debates parlamentarios, en las invasiones militares, en las resistencias civiles, en las dictaduras, en las democracias, en las monarquías.
En los after hours de polvo fugaz en el servicio, en los restaurantes de lujo, en los burdeles de carretera, en los spas urbanos o campestres de fin de semana.
¡Basta ya de fingir que lo desconocemos, que no lo identificamos! ¡Basta ya de echarle la culpa a todo y a todos menos a lo que sabemos que nos falta, que no tenemos. Que hemos decidido no tener!
Mariano Rajoy es un pobre hombre que cree en algo y no es capaz de ver que su creencia no altera la realidad; Rubalcaba es otro pobre diablo que acusa de espurios objetivos a alguien que hace exactamente lo mismo que hizo él con los suyos: no renunciar a aquello en lo que se sienten seguros, a aquello que por suyo parece positivo, real, utilizable.
Pero ninguno de los dos son los culpables. Y lo sabemos.
Y todos los que siguen a unos y a otros, los que les refrendan, los que les aplauden, los que creen que lo que dicen está bien dicho porque les gusta lo que escuchan, también son, somos y fuimos, pobres gentes que queremos pensar que otros vendrán y harán lo que tienen que hacer para que nosotros no nos veamos obligados a reconocer que no estamos haciendo desde hace tiempo lo que deberíamos hacer para que no hicieran falta más líderes, más reformas, más héroes ni más milagros para adecentar el local.
Pero tampoco son ellos el problema. Puede que miles, millones, sean portadores de él, sean difusores de él. Pero ellos no son el problema.
Y Gaspar Llamazares, Cayo Lara o cualquiera que lleve ahora la bandera de las terceras vías, de los compañeros de viaje, de las alternativas, tampoco son en su derrotada ingenuidad el arma definitiva de nuestra extinción.
Los antisistema, los perro flautas, los incendiarios, los borrokas, los okupas y toda suerte de rastafaris impostados, tatuados, de hippies de tercera oleada, de naturistas de décimo aluvión y celtas cortos de ritos ancestrales que nunca comprendieron y mucho menos identificaron, tampoco son el problema.
Ni los Ninis de extensiones, ciclado, piercings y coche tuneado. Ellos son la consecuencia efímera y recurrente, creada, consentida y resignada, del virus que nos devora, de la tenia interior que nos roba lo único que puede alimentarnos. Pero ellos no son el problema. Ni siquiera son conscientes de que existe un problema ¿cómo iban a serlo?
Todos sabemos qué nos falta, qué no tenemos, qué hemos perdido y no queremos recuperar. Y ese es el problema. Por más que lo neguemos. Por más que echemos la culpa sobre la espalda de lo primero que veamos, sobre los hombros de lo último que se nos venga a la memoria.
Las feministas radicales son mujeres acuciadas por el terror a perder una revolución que nunca emprendieron por su cuenta por miedo a la responsabilidad que suponía ganarla; los machistas, seres acogotados por el espanto de perder unos privilegios que nunca se ganaron; los yihadistas, elementos furiosos aterrorizados por descubrir que su dios habló hace siglos y ahora no tiene nada que decirles; los gobiernos sionistas de Israel, personajes masacrados por el más cegador de los pánicos a que el caos de violencia que desencadenaron sus antecesores les lleve más allá de la vida y de la tierra prometida por su dios e incapaces de escapar del ciclo de agresión como forma preventiva de defensa; la jerarquía católica, ancianos horrorizados ante la posibilidad de que se descubra al fin públicamente y sin exegesis posible que su dios abandonó el edificio por la puerta de atrás cuando ellos tomaron posesión del mismo entrando bajo palio; los nacionalistas de cualquier territorio o país, un puñado de seres anclados en la justa defensa de su tierra ante el temor primario de que nadie más que ellos la defienda, los dictadores y tiranos, seres espantados de no ser nada si no lo son todo, los inversionistas y banqueros, mercaderes ratones lastrados por el horror de no poder disponer de todo el dinero posible que pueda permitirles comprar lo que no tiene precio pero que ellos sacan una vez y otra a pública subasta.
Todos sufren del mismo mal del miedo y todos han olvidado o querido olvidar el remedio milagroso contra ese oscuro pavor que les aqueja.
Por eso nos falló y nos falla todo lo que intentemos.
Nos falló el feudalismo con su honor y su gloria por la falta de eso, se cayó el absolutismo porque los reyes, los nobles y las reinas lo olvidaron, se hundió el revolucionarismo porque los ideólogos quisieron imponerlo, se colapsó el comunismo porque los Politburós quisieron regularlo, se agotó el liberalismo porque sus inventores quisieron comprarlo.
Todo nos falla por lo mismo.
Por eso que olvidamos cuando decidimos que teníamos que ser sabios, que teníamos que ser grandes, que teníamos que ser fuertes.
Eso que nos hace guardar como un tesoro un mechero sin gas y sin valor, valorar una gominola, aferrarnos en nuestros sueños febriles de agonía comatosa a un trineo perdido hace diez lustros.
Eso que sabemos que necesitamos pero que nos hace débiles, vulnerables, humanos. Eso que transforma nuestra vida en sufrimiento, en lucha, en resistencia, en alegría o en victoria sin cambiar ni un ápice de su valor en todo ese proceso.
Lo único que, después de todos nuestros intentos de ser lo que no somos para sobrevivir, tras todos nuestros fracasos en lograr subsistir haciéndonos otra cosa distinta a la que fuimos, no hemos intentado.
Aquello que ocultamos, que fingimos íntimo, que nos avergüenza mostrar, que creemos que podemos y debemos esconder de los demás. Aquello que podría salvarnos en un sólo día, en un solo minuto, en una sola frase y nos negamos a utilizar aunque todos sabemos que es la única salida.
Aquello de lo que nos excusamos, de lo que nos defendemos, de lo que nos alejamos. Aquello que cubrimos con pobres sustitutos físicos o químicos para evitar tener que reconocer que es lo único que puede hacernos fuertes, que puede hacernos sabios, que puede librarnos hasta la siguiente glaciación de la extinción que estamos diseñando para nosotros mismos.
Aquello que negamos, que eludimos, que excusamos y que es lo único que nos hace humanos.
Y como todos sabéis de qué se trata, antes de borrar o reenviar este post, antes de seguir leyendo o escuchando los desvaríos de un loco o ignorarlos por siempre, estáis obligados, os guste o no, os caiga yo bien o no, a haceros la pregunta: ¿cuándo renuncié yo a eso? ¿Cuando empecé a dejar de ser humano?
Y hoy no tengo el texto ni el alma para ser diplomático. Mañana volverán las reflexiones, los comentarios, los análisis -casi siempre, supongo, equivocados-. Pero hoy no pienso, no son mis pensamientos. Hoy siento y son mis sentimientos.
No soy Ana Belén, así que ni me preguntaré retóricamente lo que es, ni enunciaré qué será lo que nos falta.
No os dejaré fingir que desconoceis su existencia.
1 comentario:
muy buen artículo si.
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